TIMBIQUÍ FLOTA

Por Diana Díaz. Estudiante - FUP.

Donde la república nació para unos pocos, pero fue resistida por muchos, existe una franja de tierra donde el olvido ha sido ley y la dignidad, costumbre. Ahí, en las cenizas del conflicto, en el corazón macizo, en el Cauca: Timbiquí flota.

Flota sobre una geografía blanda y viva, como un cuerpo que respira. El calor es denso, constante. Los manglares abrazan los bordes. Todo el que entra, entra por el agua o por las nubes: en lancha, por el mar, atravesando corrientes que no perdonan; o desde el cielo, en pequeñas polillas metálicas que surcan los aires. Ya sea por mar o por aire, las corrientes son la vía. Las corrientes que arrastran, que empujan, que deciden por uno. Corrientes que no piden permiso, que te llevan —a veces— hacia donde menos piensas. En Timbiquí, todo entra y sale siguiendo esa lógica líquida: la del río, la del mar, la del viento. No hay carreteras que conduzcan a Timbiquí. Hay memoria, canto y rumor de motores.

Está ubicado en la costa pacífica colombiana, encajado entre selvas espesas que nunca terminan y atravesado por el río del mismo nombre, que se abre camino entre caños, esteros y afluentes como el Bubey, el Saija, el Pichicay y el Dubasa.

Dicen que, desde el cielo, parece una constelación húmeda.
Dicen que, desde abajo, parece el centro del mundo.

Fui a Timbiquí buscando mis raíces.
No sabía que iban a encontrarme primero.

11:30 a.m, dos de diciembre.

Llegamos por el cielo, la mañana del dos de diciembre. Estaba grisácea.
Desde el principio, el territorio se encargó de mostrarnos solo lo que quiso de sí mismo. Esperábamos sol y calor; nos recibió un día nublado. Lluvia. Lluvia. Lluvia. ¿Realmente habíamos llegado a Timbiquí?

Salimos del aeropuerto en busca de un carrito que nos llevara hasta la casa de mi abuelita Berenice, en Puerto Luz. De tierra a asfalto, y de asfalto a tierra, así fue el trayecto. Las personas —siempre curiosas, como en cualquier pueblo— miraban con atención a cada uno de nosotros. Éramos cuatro: mi profesor, Camilo Henao, el productor; mi compañero, Santiago López, quien era el camarógrafo del proyecto; el sonidista, Horacio Carabalí; y yo, que hacía el intento de directora.

Definitivamente, el pueblo no había cambiado desde la última vez que lo vi. Pero, al mismo tiempo, el camino antes conocido se me revelaba extraño. En medio de esas calles, la tierra me resultaba ajena; mis pies no sentían que caminaban el mismo pueblo de mi infancia —aunque lo fuera—, y mis pulmones se sorprendían con el aire que entraba. La casa a la que llegamos no era la misma de mis ocho años. La anterior se alzaba en la loma, desde donde podía verse el barrio casi entero, como si se tratara de un teatro abierto con el río como telón de fondo. Tuvimos que dejarla por culpa de la guerrilla. Una noche, cuando el miedo bajó desde la montaña como una marea lenta, mi familia empacó lo esencial y bajó al centro del pueblo. Desde entonces, aquella casa quedó como un recuerdo lejano, suspendido en el tiempo y en la bruma de la violencia. Todo cambia.

Mi abuelita se encontraba en el balcón. En cuánto nos vio, su gran sonrisa iluminó un rostro que hace años no veía, seguía igual de enérgica pero el tiempo ya había hecho su trabajo. Era inevitable, por supuesto: mi abuelita no se vería igual por siempre. Subimos las escaleras y llegamos a una gran sala, el piso de madera había sido reemplazado por unas baldosas finas, blancas. Las altas paredes de cemento delimitaban las habitaciones, la cocina, todo. Abracé a mi abuelita y saludé a mis tías.

—¿Qué más mija linda, cómo les fue en el viaje?—preguntó mi abuelita.  

—Bien abuelita—le dije—aquí le presento a mis compañeros.

Le presenté a cada uno de ellos y ella muy cariñosamente los recibió. Yo ya había hablado con ella antes del viaje; le comenté que quería hacer un corto documental y Timbiquí sería mi escenario. Quería conocer las fiestas patronales en Santa Bárbara. Antes de arribar, tenía una expectativa muy clara de lo que quería, pero al estar ahí, me sentía perdida.  

El pueblo que creía conocer me miraba como una extraña. No es algo malo. Ni bueno.

Solo es algo.

Un algo que se mezcla en la incertidumbre de querer hacer.

Un algo que se mete entre tu piel para obligarte a escuchar.

3:00 p.m.

Las fiestas patronales empiezan el dos de diciembre y terminan el seis. Cuando llegamos, ya las calles estaban vestidas de banderines. Los pies afanosos en el baile se movían de allá a acá y de aquí a allá. Santa Bárbara, mártir cristiana, protectora contra rayos y tempestades, reina de los pueblos afro del Pacífico, estaba a punto de ser celebrada con el fervor de los que todavía creen que la fe puede salvarlos del olvido. Una voz me sorprendió.

—¿Usted no es la hija de Yelitze?

Una señora de unos cuarenta años me miraba con una sonrisa cálida, sus manos se posaron sobre mis hombros. Me miraba expectante, en sus ojos, se notaba un brillo que esperaba reconocimiento. La miré a los ojos, mi cara reflejaba extrañeza

—Hola, sí señora, soy la hija de ella—le dije.

—Ay Dianita, me alegra verla por acá. ¿Y su mamá vino?—debió de notar que no me acordaba de ella porque agregó—Yo soy su tía. 

—Ah, hola tía, qué más, cómo le ha ido—le dije, aunque sin acordarme todavía quién era—no, mi mamá no vino. 

—Ah bueno mija. Yo bien, aquí en el pueblo, ¿viene a pasar diciembre?

—No señora, solo vine porque tenía que realizar un proyecto. 

—Ah bueno mija—me dijo con un abrazo—cuídese. 

Cuando la señora —ahora sé que es mi tía— se fue, me quedé de pie, con la incomodidad tibia de quien intenta recordar un rostro en un sueño borroso. Me repetía su gesto, su risa, sus ojos achinados por el sol, esperando que algo en mi memoria hiciera clic. Nada. Solo el eco de una ternura que no podía situar. 

Nuevamente, era una extraña en estas fiestas.
Una intrusa en este pueblo que, alguna vez, me vio crecer.

El lugar que me dio una infancia sin cemento, con pies descalzos, sonidos de marimba, con los gritos del yeimy y las zambullidas al río, ahora me recibía como a una visitante de paso.

Y esa sensación —leve, pero afilada— me atravesó como una punzada hacia un corazón de barro fresco. En el lodo tibio que recuerda los pasos que ya no damos. En la memoria húmeda de un lugar que sabe quién fuiste, aunque tú hayas olvidado cómo se camina sobre él. 

¿Qué se pierde cuando uno se va? ¿Y cuánto de uno se queda flotando allá, sin saber volver?

4:00 a.m, tres de diciembre. 

—Mija, Dianiiiitaaa, miiija linda, ¡Las madrugadas, mijaa! 

Las madrugadas abren cada día. Desde las cuatro de la mañana, se escuchan los tambores y las voces de la gente adorando a Santa Bárbara. Santa Bárbara es más que una santa: es símbolo de resistencia. En el santoral católico, fue una joven mártir del siglo III, condenada por su propio padre tras rechazar el matrimonio y abrazar el cristianismo. La decapitaron, pero al final, cuenta la leyenda, un rayo cayó sobre su verdugo. Por eso la veneran como protectora contra las tormentas, el fuego y la muerte súbita. En Timbiquí —donde los rayos no son metáforas, sino estallidos reales entre las ceibas y los techos de zinc—, su figura se volvió escudo, consuelo y bandera.

La tradición llegó con la colonia, pero el pueblo la hizo suya. En el Pacífico, Santa Bárbara protege pescadores, parteras, mineros, niñas. Es la guardiana del trueno, la que vigila desde la espesura, la que escucha los rezos entre el tambor y la espuma. En su nombre se alistan alabaos, se afina el cununo, se canta a las cuatro de la mañana cuando las estrellas aún mandan sobre el cielo. Y así, cada diciembre, Timbiquí honra a su patrona no como un acto de fe impuesta, sino como un rito de pertenencia. 

Y, en medio de todo, estaba yo: con mis tres compañeros, una cámara y el desconcierto de quién intenta reconocerse. 

Ay por Dios, Margarita, por Dios, no te descuides
Ohhhh, Ponele la mano al niño que no se vaya a caer

Ay por Dios, Margarita, por Dios, no te descuides
Ohhhh, Ponele la mano al niño que no se vaya a caer

Lentamente comienzan las voces, poco a poco van tomando fuerza, el canto es el mismo, pero por alguna razón, cada vez que suena se oye distinto. 

Ay por Dios, Margarita, por Dios, no te descuides
Ohhhh, Ponele la mano al niño que no se vaya a caer

Ay por Dios, Margarita, por Dios, no te descuides
Ohhhh, Ponele la mano al niño que no se vaya a caer

6:00 a.m.

Salimos de la casa. Los cantos se quedaron flotando en el aire. Caminamos hasta el muelle cargados del trípode, la cámara y el equipo de sonido. Los arrullos acompañaban nuestros lentos pasos. Timbiquí tenía algo extraño, su ambiente fiestero, lleno de pies corriendo y voces riendo, contrastaba con la lentitud del tiempo. Como una cápsula en dónde el reloj obedecía otras leyes. Cada sonido, cada voz que se escuchaba, cada pitido de un carrito que pasaba, parecía estirarse en el aire, quedarse suspendido. Los arrullos acompañaban nuestros pasos como si fueran faroles guiando barcos en medio de espesa bruma. Y nosotros —forasteros con pasado—, tratábamos de entender en qué momento el tiempo dejó de ser tirano para volverse manso. 

—Este tiro está lindo Santi, se ve hermoso. Mirá esa lancha, grábala, se ve bonito con el sol ahí. 

2:00 p.m, cuatro de diciembre

Un cuerpo de personas se mecía sobre las calles polvorientas —y no tanto— de este Timbiquí que flota entre el mito y la memoria. Sobre sus cabezas, se alzaba imponente la Santa: erguida, serena, montada en un anda florecida que avanzaba como un barco sobre un río humano. La llevaban los brazos de siempre: esos que han cargado redes llenas de pargo, bajado racimos de coco desde lo alto de las palmas, jalado cuerdas hasta abrir caminos en el agua, subido bultos desde los barcos que llegan cuando la marea lo permite.

No eran religiosos, eran devotos. No de Roma, sino de ella. De la Santa que aquí no flota por los aires, sino que se baña en río y sudor. La Santa de los rayos, de las tormentas, de las mujeres que paren en casa, de los hombres que se van al monte y de los niños que se zambullen al río, tirando clavados desde lo alto del muelle. Las manos que esculpen en la peña y las voces que cantan entre arrullos. 

—En Timbiquí todos son felices, me dijo Santi. 

Algunos meses antes, en octubre, una bomba había estallado en el río como un relámpago que no pidió permiso al cielo. Nuevamente, las heridas del conflicto renacen rojas, tibias, a carne viva. En estas aguas que deberían ser el camino, el eco de la guerra aún sabe nadar. El tejido acuoso impregnado de pus, una infección profunda, punzante, que derrama sobre las calles la incomodidad. Tal como un hombre que posee una malformación en la columna vertebral. Se aprende a vivir con el dolor, con el olor, con la herida.

7 a.m, cinco de diciembre. 

El olor del café me despertó. Salí del cuarto arrastrando mis pies sobre el suelo fresco mientras me desperezaba. Santi se encontraba sentado en el mueble leyendo un libro, absorto. En la cocina, mi abuelita y mis tías movían ollas y cucharas. El día parecía llevar horas despierto. El profe Camilo, estaba en la mesa con una taza de café mientras hablaba de todo y nada con Horacio. ¿Yo era la última en despertar? me reí para mis adentros. Saludé a todos con un buenos días, mientras me dirigía a la cocina. 

—¿Va a tomar café mija?—preguntó mi abuelita con una sonrisa.

—Sí señora, un poquito, le respondí.

Me senté en la mesa y me uní a la conversación que mantenían el profe y Horacio. Entre sorbos, les comenté cuál era nuestro plan. Estábamos a la espera de mi tío, él nos iba a llevar hasta la tercera playa para poder grabar una toma. No era un paseo sencillo. Para ir río arriba había que saber navegar, pero también saber quién vigilaba las orillas. Mi tío era de los mejores lancheros del municipio y de los más conocidos. Aún en medio de los cantos, Timbiquí no estaba en total calma; la presencia de la guerrilla era una certeza silente. Por eso necesitábamos a alguien que conociera los nombres, los gestos, a quién saludar y a quién no.

8:30 a.m.

—¿Ya está lista sobrina? tenemos que ir saliendo ya, parece que va a llover—me dijo mi tío.

Se le notaba cansado. Mi tío Tillo estaba ahí, de pie, sus brazos cruzados sobre una panza redondita. En sus pies, unas botas pantaneras que mostraban incontables sumergidas en la orilla del río. Estaban llenas de barro. Me miraba con esos ojos negros que hablan más de lo que su boca lo hace, esos ojos pentretantes que parecen estarte contando miles de historias. Mi tío Tillo, un hombre respetado por todos, correcto. Sus grandes manos, callosas, que me cargaban cuando era una niña, se veían agotadas de tanto navegar.

—Sí señor, ya estamos listos—le respondí. 

10:00 a.m

Llegamos a la tercera playa en medio de la corriente. Mi tío se bajó de la lancha para hablar con unas personas que se encontraban en un paseo de olla. Al parecer, era uno de los altos mandos de los grupos armados que se asentaban en Timbiquí. Era un hombre robusto, pero impasible; sus ojos fríos y calculadores, asentían a todo lo que mi tío le estaba diciendo, al parecer, ya se conocían. Con voz medida, nos informó que podíamos grabar la escena que necesitábamos. 

—Eso sí, la música no la apago—añadió desde su sitio, casi como una sentencia. 

Nos bajamos de la lancha y, sin perder ni un segundo, organizamos la cámara. Yo ansiaba capturar la toma que había soñado durante todo el viaje. La escena se desplegaba en mi mente con una fuerza ineludible: caminaría desde la playa de piedras, hasta la orilla del río; y allí, continuaría mi trayecto como si el agua me estuviese llamando, invitándome a adentrarme en su misterio.

El paisaje vibraba con la tensión de lo inminente y la suavidad de lo cotidiano. Mientras acomodamos el equipo, noté que cada instante se congelaba en el aire. Una sensación extraña se acomodaba en mi pecho. Sentía las miradas intrusas, como si mi vulnerabilidad estuviese al descubierto. La música que salía de aquel bafle, me recordaba el momento chocante que estaba viviendo. A través del lente, mostraría un instante mágico en el que me sumergiré. Pero, fuera de él, sentía la presión de no demorarnos, de no hacer algo que causara el rompimiento del silencio por parte de aquel robusto hombre. El murmullo del río se mezclaba con el casi imperceptible latido de mis esperanzas. Era el momento de descubrir, a través del lente, ese diálogo silencioso entre la memoria y la nueva experiencia.

Con cada paso que me llevaba hacia la orilla, el agua parecía extenderse, ofreciéndome su abrazo ineludible. Y así, en ese instante suspendido entre ayer y el presente, la escena se iba materializando: el contraste entre la firmeza de las piedras, la suavidad del barro y la corriente que, siempre viva, invitaba a sumergirme en un viaje de retornos y descubrimientos.

5:00 p.m.

—Tía, ¿Eso pa’ qué es?

Una vocecita me habló. Sus ojitos curioseaban la cámara puesta sobre el trípode, y trataba de ver, a través del pequeño monitor, lo que ella capturaba. 

—Estoy haciendo una película—le dije. 

Sus ojos se iluminaron de una forma divertida, una gran sonrisa apareció en su rostro, miraba con emoción, preguntaba cada cosa que podía. Andrés, así se llamaba el niño que nos acompañó durante el penúltimo día de nuestro viaje. Aprendí mucho de él. Me enseñó Timbiquí como se enseñan los secretos: poco a poco, con cuidado. En él encontré mi sombra. Nuevamente, una extraña conocida. Era un limbo, yo. Rasgos, retazos reconstruidos a partir de las nuevas experiencias. ¿Qué somos, sino, pedacitos de tela de otros? ¿Qué somos, sino, ríos que se mezclan hasta el mar?

7:00 a.m, seis de diciembre.

Mientras me despedía de mi abuelita, sentí que algo diferente había en mí. Este pueblo tiene el misterio de atraerte. Cuando te acostumbras a él, a su ritmo, a su vida, se te hace extraño tener que marcharte. Aún, en medio del ruido, se establece un silencio que se adentra en tu alma. Las piezas comenzaban a encajar, aunque me recibió como una extraña, era más bien, el encuentro de viejos conocidos. Aquellos que llevan años sin verse y necesitan volverse a conocer, a encontrar. 

Timbiquí flota. 

Flota en mis memorias, en los lentes que llevo nuevamente para mirar lo que nunca dejé de sentir. Flota en las manos de mi abuelita, mientras me abraza. En mis tías, que preparaban el camarón sudado; en las voces de las cantadoras, que rasgan el viento con sus dulces lamentos. Flota sobre las lanchas que surcan las corrientes como cuchillos sobre terciopelo. En los niños que ríen mientras clavan desde el muelle, en los tomadores de viche, en los pies que bailan zapateando la tierra.  

Fotografías: Camilo Henao

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